Wednesday, February 28, 2007

Chantilly Club

Cuando una tarta de manzana o una chacha están cachondas su deseo es dejar el plumero y que venga un leather relleno de nata a consolarlas, digamos a rellenarlas, a confitarlas. La nata es el bálsamo y el germen de los postres. El semen sabe a fuet y la nata sabe a bodymilk. Un melocotón deseante es un culo frutal y un platano pelado es un platano pelado. Todos los viernes, bukakke en la nevera. Jean Lecointre lo sabe, es un hombre informado sobre las pasiones de las cosas.
Quien tenga lengua que mire.

Thursday, January 18, 2007



La cosa era ir de cosa. La cosa era arreglarse para ir de ciudad como se arreglaba otra para ir de siniestra. Maquearse. Buscar las calles y ponérselas a lo largo de las piernas, conjuntando las esquinas, ajustando las aceras a todos los bordes del cuerpo, especialmente en la cutícula de las uñas y en las encías. Había que brillar como brillan las avenidas, con un cartel de Schweppes en una oreja y uno de Tio Pepe en la otra. Y ponerse fachadas minimalistas a modo de recogido sobre la cabeza. Rapada y maquillada de negro. Un cráneo de asfalto arrugado, de piel cementada. Su cráneo viejo como todas las carreteras sujetando los edificios de papel maché.
Sobre los hombros, glorietas. Y lo demás debía ser desnudo, aunque fuera un desnudo mentiroso, que en algunas zonas sustituyera la piel por el látex. Pero negro. Todo negro como son las ciudades. Y todo raso. No se podía dejar ni un bosque sin depilar. Acaso un parque comedido alrededor del coño postizo.
Lo importante era ir cogiendo el aroma de lo urbano, chicken and chips y cemento, pero sin echarse porquerías por encima. La cuestión era controlar la metáfora.

Saturday, September 30, 2006






LOS LUGARES FURIOSOS

Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras.
Vamos a contar una mentira preciosa. Tralará. La mentira con la que vivimos los muertos que aún tenemos en la boca el sabor del asfalto, que no se quita por mil enjuagues de margaritas y flores de miel que practiquemos en la clandestinidad. El sabor del asfalto se parece al sabor del sudor, es ácido y pegajoso, pero le falta el consuelo de la piel. Es el sabor de un sudor sintético y de nadie que se queda sellado en las muelas y en la lengua de quien aún la conserve entera. Es el único sabor que nos queda como recuerdo, por mucho que algunos presuman de mantener un raquítico recuerdo del sabor a paella o del sabor a sugus de fresa. No me lo creo. A nosotros la boca sólo nos puede saber a asfalto, y a lo más, a tierra, a goma o a aluminio. También podría añadir a sangre, claro, porque una vez fuimos sólo sangre desperdiciada que quiere beberse a sí misma para no agotarse, pero es que la sangre y el aluminio resultan iguales al paladar.
Vamos despacio, vamos hacia la mentira más bonita que se nos ha ocurrido para salvarnos del ridículo de nuestra muerte. Pero despacio. Vamos despacio, que nosotros ya no sabemos ir deprisa, como el tipo que ya no puede oír susurros después de que un saxofón le cante jazz al oído. La velocidad ya nos ha sobrepasado, está en otra órbita, en la primera capa de los caminos, en la epidermis de las carreteras.
Y nosotros estamos debajo. No hay velocidad, no hay movimiento, no hay respiraciones ni juego de luces. Hasta aquí sólo llegan los olores, que es la marca más persistente que puede dejar el ser humano. El hombre vivo apesta a sus olores, a los naturales y a los artificiales a partes iguales. Los lleva encima y los tira como piedras o los regala como joyas y viceversa. Yo sólo sé que hasta aquí me llegan todas las esencias de mis vivos y no tengo otra cosa.
Huelo a flores. Dos tipos de flores enfrentadas. Las flores que nacen de la tierra y las flores que nacen de las fábricas. Huelo las dos a la vez. En invierno sé distinguirlas perfectamente, sé qué proporción de cada una de ellas han dejado en mi cuneta y en qué orden las han distribuido. Sólo el verano me despista. El verano en muerte es tres veces más pesado que en vida. El sol se ensaña con todo, con lo de arriba y lo de abajo, y lo quema o lo hierve sin remedio, como hace con nuestras coronas florales. Algunas mañanas insoportables de agosto he sentido cómo las flores de plástico cuecen, haciendo pompas, y se convierten en magma hortera que devora los pétalos naturales y el mosquito azul que duerme en ellos. Nuestros altares terminan algunas noches convertidos en montañas de plástico sobre las que se caga un grillo o una liebre.
Por el mar corre la liebre, por el monte la sardina. Está claro que las mentiras tiene un sonido mucho más musical que las verdades. Incluso, las mentiras preciosas regulan los decibelios de preguntas chirriantes como: ¿Para qué hemos muerto?
¿Para qué has venido hasta aquí? Para verte. ¿Para qué has traído esto? Para que te lo pongas. ¿Para qué has cerrado los ojos? Para acordarme de cómo te quedaba. ¿Para qué has muerto?
Yo me contesto: para ser sitio. Y me suena armónico y calmante. Suena mucho mejor que el silencio, o que una oración por nuestro alma o que el llanto ignorante de nuestra madre. Eso no son respuestas. Eso deja la pregunta abierta y cortante como las latas de sardinas. Es necesario responder a todas las preguntas para poderlas cerrar.
¿Para qué hemos muerto? Para ser paisaje y recuerdo. Hemos muerto porque las carreteras no soportan ser tan feas y han querido secuestrar nuestros cadáveres a sus cunetas. Nuestros cuerpos tirados en el asfalto son frutos suculentos a los que acuden todas las hormigas de nuestra familia. Y traen hasta nuestro sitio sus ramos de flores, sus cruces de madera tallada, sus vírgenes celestes, sus fotografías, sus colages que dicen no te olvidamos, sus cartas de amor que dicen no te olvido…
Las carreteras no son malas. Simplemente están solas y tienen hambre, como muchos otros lugares que el hombre arrincona sin ninguna explicación. Son sitios caprichosos o sitios acomplejados. Algunos son sitios que una vez recibieron atención continua y hasta cariño y ahora se sienten esqueletos olvidados. A los sitios que se quejan nosotros les llamamos los lugares furiosos.
Son trampas imantadas para atar al hombre o a lo que queda de él después de su muerte, o sea, a su recuerdo. Hay muchos lugares furiosos donde caer. Un lago que no ha tenido la suerte de nacer con patos y sólo tiene plancton. Un pozo ruinoso, abundante en agua verde que nadie bebe. Cualquier alcantarilla. Todos los vertederos y todas las carreteras.
En ellos hemos caído nosotros. Somos atrezzo de todos los sitios que lloran por feos y que matan por soledad. Los sitios quieren estar acompañados, quieren que el hombre vuelva a ellos y no se encierre en sus no-lugares que llena de sus no-cosas. Un lugar es un cuenco formado de espacio y tiempo destinado a ser recargado de símbolos, de acontecimientos, de voces, en fin, de las cosas que suceden. Pero los vivos ignoran premeditadamente los lugares difíciles u obscenos. Huyen a los habitáculos cómodos, donde no hay recuerdos, o acaso, recuerdos seleccionados y prediseñados. Y así consiguen que las cosas pasen sólo en una ínfima parcela de los mapas, dejando desiertos los lugares furiosos que ahora nos están llamando.
Los cementerios son el colmo de esta reclusión. Una memoriateca común. Una colección descomunal de muertos de todo tipo donde se apelotona la memoria de demasiada gente. Es lo contrario de un sitio furioso. Nadie muere en un cementerio, o mejor dicho, a nadie le mata un cementerio, porque allí ya hay sobrecarga de flores.
Un cementerio es la reunión de altares más artificial y obscena que se pueda imaginar. La gente muere en el sitio donde debe morir, y trasplantar el cadáver es un exilio muy cruel. Pero sé que no hay otro remedio. Y me resigno a que mi cuerpo esté separado de mi memoria. No sé dónde me han enterrado, pero sé dónde esta mi recuerdo, o sea, donde estoy yo ahora.
Estoy en esta cuneta desde la que hablo. Estoy en la curva donde mi madre cambia las flores una vez por semana. Le gusta traer las de temporada: gladiolos y begoñas en verano y tulipanes en primavera pero a medida que pasa el tiempo recurre más a la economía de las vegetación industrial. La flor artificial para ella no es una vergüenza, es un alivio y una recreación. Las flores que se compran llevan gotitas de pegamento que imitan un rocío permanente, y no tienen que responder a la lógica de los colores y los tamaños. Además mi madre trae con frecuencia las fotos más bochornosas de mi juventud y velas que imitan frutos que no existen.
La curva donde me maté es ahora el tramo más hortera de la autopista, pero es el único trozo del mundo que siento exclusivamente mío. Para eso he muerto. Vamos a contar mentiras. Este lugar furioso es ahora un lugar forzosamente habitado y exótico. Es un recorte del cuarto de estar de mi casa trasladado hasta la carretera. También es un escenario extravagante de mi muerte, pero es la única manera que se me ocurre de seguir siendo algo.
Somos sitio. Es lo único que tenemos cuando morimos. Un hueco. Un sitio. Nos convertimos en polvo, pero en polvo del sitio, como en las flores del sitio, en la oruga del sitio. No estamos donde hayan guardado nuestro cadáver, estamos donde hayamos malgastado las últimas palabras que suelen ser tan penosas y redundantes como “me muero”.
Yo estoy aquí donde tú pasas cada junio con las colchonetas de la playa. Como ahora John Lennon está en un portal con olor a lejía, Virginia Woolf está sosteniendo la respiración debajo del río Ouse, o como está a cinco metros de mí la nueva chica que estrelló su Renault la semana pasada.
Ella aún llora. Yo por la noche le canto ahora que vamos despacio vamos a contar mentiras. Ella no se sabe esa canción ni lo que significa. Ella sólo llora. Yo ya le he dicho que se calme, que somos sitio, que sus flores y las mías están dejando un paisaje precioso. Me ha dicho que me vaya a la mierda, que me coma las flores, que ella tiene calor y que ese sitio le pica como una ortiga, como un animal furioso.



Texto publicado en OjodePez #07

Fotografía: Juan Santos

Wednesday, April 19, 2006

OBRA SOBRE ESTA OBRA Y TODAS LAS OBRAS III

(Leer los capítulos en el orden de su numeración, tomando éste como el último)

Último informe.
Cuaderno negro.




Nueve años más tarde del fraude de los trenes moribundos, de la trampa fácil que me tendió el engreído arte conceptual, me ha llegado a casa la verdad sobre el principio de la involución.
Después de recortar la nota de prensa (con alguna lágrima) y archivar el informe 24, el último informe de aquella investigación insensata, dejé de pensar durante unos meses en provocaciones a la naturaleza, en ciclos involutivos, en monas con perlas. Quizá ya estaba del todo decepcionado. Pero nunca desengañado. La involución seguía siendo para mí una verdad radical, y a fin de cuentas, la única verdad que nos esperaba. Hay veces que sospechamos, que intuimos y otras que sabemos sin más. La involución ni la sospechaba ni la intuía, la involución simplemente la sabía. Podía admitir mi incapacidad para localizar aquella provocación puntual a la naturaleza con la que todo empezaría, pero eso no invalidaba mi (¿mi?) teoría esencial: que el hombre evolucionó para involucionar después, que hubo un tiempo en que fue capaz de crear todo lo posible, de maravillar a los demás hombres con lo nuevo, para plagiarlo sin remedio en un futuro. Y no era el único que andaba detrás de esta sospecha. Por suerte o por desgracia, la bibliografía que me respaldaba desde el principio era enorme:
A la mitad de mi investigación, cuando Maura ya había muerto y todavía confiaba en el caso 18 como el definitivo, encontré en la Biblioteca Nacional una novela reciente pero casi clandestina titulada La Metamorfosis y firmada por un tal H.K Ladow, del que nunca he llegado a conocer más que su nacionalidad norteamericana y su origen checo. La novela se iniciaba así: “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Asmas se despertó convertido en un monstruoso mono”. Ochenta páginas que narran cómo un hombre, en una sola noche, experimenta, sin saberlo, la mayoría de los estadios involutivos que refleja el doctor Federico Meiga en su tesis Antropología futurista. Pura involución aplicada a una novela bastante mediocre que sólo se vendió en algún quiosco.
Este hallazgo fue el mejor, pero no el único. A medida que la investigación iba secuestrándome, cuando creía que el caso 21 de desorden natural sí era el definitivo, y luego el 22 y el 23, y luego comprobaba que no, y lo archivaba y me desesperaba, encontré alguno ensayos donde quise rescatar claves que reforzaban mi teoría: El ascenso del mono, el descenso del hombre de Jean Marie Miret, Tres posibles Apocalipsis de Hedor Maask, El hombre acabado de Hëine Porl y algunas columnas en revistas científicas. Pero, evidentemente, en ninguno de los casos me facilitaban la cita, con fecha y hora, en la que volveríamos a rascarnos las orejas con los pies y acabarían las posibilidades de creación para el hombre.
Fue entonces cuando encontré los trenes boca arriba, mi ilusioné, escribí aquella poesía pretenciosa, lloré por Maura, lloré por mí (no mucho), me acosté a mediodía, dormí hasta la mañana siguiente y compré el periódico, lo leí, miré por la ventana y no había tren, lloré por mí otra vez (ahora mucho más), maldije el nuevo arte, maldije a los artistas y me tomé algunos tranquilizantes.
Desistí de buscar el principio. Y hoy lo he encontrado.
El principio de la involución no estaba en el futuro. He comprendido que la propia involución va contra el futuro y no pretende otra cosa que deshacerlo. El futuro no tiene ninguna cabida en el reloj universal del hombre de ahora. El futuro no puede acercarse hacia nosotros para colgarse el cartel de la Victoria, que es el cartel del Presente que siempre ha terminado consiguiendo, aunque los hombres no hayan podido comprobarlo. Pero ahora el futuro, por primera vez en la Historia, no podrá llegar. La involución lleva esperándonos, agazapada, desde el pasado. La involución ya está pasando. Su estrategia hasta ahora ha sido el plagio colectivo e inconsciente. Sólo un hombre antiguo, lo supo y los escribió, en balde: “La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. (…) Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y la Biblioteca perdurará…”. El sabio era argentino (Argentina era un país) y firmaba con las iniciales J.L.B.
El principio de la involución está sin duda en el pasado.
Todo está escrito. Esta misma frase está escrita. Ya he dicho que la escribió ese J.L.B. Y todo lo demás también está escrito, y dicho, y construido, y fabricado y pensado antes por otros. Por los otros del pasado. Y quizás ellos no hayan hecho otra cosa que repetir sin saberlo lo que dijeron sus otros, sus otros del pasado. Quizá solo hizo algo auténtico el primer hombre, que al saberse hombre se reveló contra la naturaleza y desencadenó el descenso.
Sospecho que desde él hasta hoy todo ha sido plagio. Inconsciente. Universal. Indemostrable. Irreprochable. Sospecho que Dédalo diseñó un laberinto exacto al que habían construido mano a mano siglos antes un matrimonio alejandrino bien avenido; que los frescos de la Capilla Sixtina en miniatura están en el reverso de una mesa persa que ardió por un descuido; que un obrero londinense del siglo XIX dibujó mil veces su lata de conservas del almuerzo y fue mucho más aplaudido que Warhol. Temo que Maura haya escrito sin saberlo la Divina Comedia, porque nunca la llegó a leer, y esto que escribo pueda ser la séptima repetición de un artículo que nunca he leído de aquel científico húngaro que tenía un mono llamado Yzur.
Hoy tengo en la boca y en la mente el sabor de frutas recicladas. Eso es lo que hemos comido y creado los hombres siglo tras siglo. La fruta artística mil veces transformada por otros hombres. Ese es el primer síntoma de la involución hacia el mono, de nuestra desaparición definitiva como especie experimental.
Ahora todos los hombres están encerrados en el plagio inconsciente. El plagio es la estrategia para igualarnos hasta confundir identidades. Tú eres yo y todos los demás. Hoy me ha llegado un libro al correo con éste título, escrito hace más de un siglo por Agustina García, filósofa toledana ligada al existencialismo. Al leer la primera página he comprendido nuestro destino futuro y nuestro destino pasado: ser tú y todos los demás, los de antes y los de después, asumiendo la falacia de lo nuevo.
En la primera página de ese libro se lee esto (y yo ya no sé quien lo escribió primero):

Dentro de ti, amor mío, por tu carne,
¡qué silencio de trenes boca arriba!,
¡Cuánto brazo de momia florecido!
¡qué cielo sin salida, amor, qué cielo!

F. G. Lorca


Esto es un posible principio.
Todavía lo estoy viendo y no dejo de afirmar con la cabeza. Un tren boca arriba no puede ser otra cosa que una provocación a la naturaleza. Esto es: un posible principio. ¡El principio de todos!...

***

Tuesday, April 18, 2006

OBRA SOBRE ESTA OBRA Y TODAS LAS OBRAS II

Anexo al informe 24.
Archivado.

Falso accidente ferroviario en la Ciudad Dormitorio

Un grupo de artistas callejeros crearon el caos en la mañana de ayer al simular un accidente de tren en el extrarradio de la ciudad. La banda, autodenominada Los Redentores de Vosotros, llevaban meses planificando la creación de una enorme performance reivindicativa que mostraba un tren de cercanías volcado boca arriba en las vías que llevan a las cocheras de la estación de la ciudad. Tras esperar a que amaneciera para que los vecinos descubrieran el falso siniestro, los artistas, escondidos en una antigua fábrica abandonada liberaron veinte buitres robados con la intención de que picotearan el tren. Los implicados fueron detenidos esa misma tarde por las fuerzas del orden y están a la espera de pasar a disposición judicial.

Monday, April 17, 2006




OBRA SOBRE ESTA OBRA Y TODAS LAS OBRAS I

Primeras impresiones.
Caso 24.
Cuaderno gris.

Esto es un posible principio.
Todavía lo estoy viendo y no dejo de afirmar con la cabeza. Un tren boca arriba no puede ser otra cosa que una provocación a la naturaleza. Esto es: un posible principio. ¡El principio de todos!
Es demoledor que este accidente sobrenatural termine dando la razón a tantos de mis últimos artículos, a tantas anotaciones, a tantas elucubraciones nocturnas con los más pesados de los clubs (qué inútiles son ya los clubs y sus djs fosilizados) y sobre todo al augurio apocalíptico que Maura me hizo hace tantos años; pero reconozco que lo verdaderamente espantoso es esta sonrisa que se me ha atascado en los labios al ver esta imagen de enfrente. Sonrisa de victoria o de recompensa, incluso de… ¿placer creativo?
Me río de la paradoja como los gilipollas que saben algo. Qué vergüenza. Tengo la necesidad de dejar de mirar esta catástrofe o anuncio, y de inmortalizarlo con algún garabato poético. Ahora no quiero hacer informes serios. Ahora quiero cuaderno gris. Tachones, versos cojos, dibujos.

Trenes boca arriba.
¡Qué silencio de trenes boca arriba!

Naturaleza provocada.
Cielo vacío.

Miro al tren. Boca arriba y muerto. Podría ser una postal novedosa para alguna galería. Hasta le imagino algún título insípido como “Estatismo y perturbación” o “Pose y artificialidad”. Más tarde haré suficientes fotografías desde la ventana del baño, que ofrece la perspectiva más apoteósica. Por el momento la misma realidad parece una fotografía en 3-D: no hay nada que se mueva alrededor del tren, parece que ni siquiera existe nada que viva alrededor del tren. Así que la provocación a la naturaleza está latiendo ahí abajo, mientras dure esta parodia de la muerte y no haya lo que tiene que haber en un accidente de máquinas: fuego, alarmas, muertos escupidos por las ventanas, bomberos, prensa.
Voy a la cocina a calentarme los restos del café de ayer y darle tiempo a la máquina para reaccionar.
Vuelvo y sigue sin pasar nada. Ni si quiera se acerca alguien a pasear su cerdo.
Miro el correo.
Creo que ha caído algo del techo del edificio de enfrente. ¡No! Es del cielo.
Joder. Se acabó la quietud. Llega la respuesta a la artificialidad provocadora. Aunque no sé si esto es menos artificial que una máquina muerta. Es un ejército de aves negras. Da pánico. Da ganas de estar en una pesadilla débil, de las que se acaban al desarroparse. Es una Apocalipsis feísimo, un Apocalipsis urbano y con olor a desayuno. Pero es lo que debía pasar (y me alegro, secreto, secreto). Es la verdadera respuesta de la naturaleza a la burla de la máquina: estoy viendo cómo llueve de golpe una manada de buitres inmensos, como bestias prehistóricas, que se empujan unas a otras con las alas, hasta llegar a las vías. Se están posando sobre los bajos (que ahora son los altos) del tren volcado y creo que tienen la intención de devorar este muerto eléctrico. En pocos segundos, no más de cuarenta, el cielo de la Ciudad Dormitorio se ha nublado, pero no de nubes, sino de plumas negras, así que imagino que un poeta antiguo alguna vez diría que el cielo se ha emplumado de negro. Yo sigo murmurando ¡joder! mientras escribo y vuelvo a mirar, y me estremezco, y recuerdo la crueldad de algunas aves que conocí en el pasado: me recuerdo de adolescente cagándome de miedo viendo The Birds de Meyarov o desprendiéndome el dedo del pico de un loro en un mercadillo de Praga.
Escribo excitado, sin mirar el cuaderno:

Pájaros
Convocados por poetas
Para poblar sus bosques
Ornamentar sus cielos.
Como una peste con alas.

Cielo ornamentado. Cielo tapiado. Cielo sin salida.
¡Qué cielo sin salida, amor, qué cielo!

Las señoras de de los pisos de enfrente se tapan las bocas con las manos y el resto del cuerpo con las batas, mientras señalan a los pájaros. Ellas estarán haciendo su interpretación (a saber cuál), yo, la mía: esos bichos son una respuesta engreída de la vieja fauna contra la provocación engreída de la nueva fauna, que ha violado sus leyes. Los nuevos animales, los automáticos y oxidables, no tienen derecho a morirse, y mucho menos a abandonarse como cadáveres auténticos; no puede venir ninguna máquina a utilizar poses de muertos, ni rituales de muertos, ni espacio de muertos. La muerte imitada de este tren boca arriba es, en su forma, toda una injusticia para los demás, para la rata de las vías, para la mona más vieja del zoo, para mi amiga Maura, que se negaba a usar peluca al salir del hospital los días de la quimioterapia. En fin, para los que sí morimos.
Los buitres han empezado muy pronto a picotear los bajos del cadáver mecánico, intentan arrancar con sus picos potentes los engranajes, cables y demás tripas negras que nunca vemos cuando los trenes se comportan como deben y no se mueren de esta manera. Pero los picos deben resultar blandos para atravesar un tren. Imagino que los bichos terminarán por cansarse, irán perdiendo lo que su microcerebro emita como Esperanza, porque empiezan a revolotear para probar en otro vagón, y se chocan en sus pequeños saltos unos con otros, ya drogados por el aceite corrosivo.
Me viene a la memoria la calva de Maura, su carne achicharrada e imagino esas bestias zampándose a picotazos su cuerpito la tarde que murió en la casa de la sierra. Dejo de mirarlos, por miedo y pudor. Me cubro la cara con el cuaderno y la vergüenza con el recuerdo de Maura preciosa, con pelo y pechos y sonrisa.

Miedo de lo que dices. Tributo eterno a ti.
Piel sin
Carne deliciosa.
Debajo de tu carne. Ahí quiero estar.
Dentro de ti, amor mío, por tu carne.

Vuelvo a asomarme a la ventana: los pájaros han desistido de comerse el tren. Pero han desistido todos al instante y se han ido. Por más que me asomo desde todas las ventanas, no encuentro ni uno, ni encima de la maquina ni alrededor de las vías, ni siquiera huyendo entre los últimos bloques de la ciudad. La retirada ha sido automática, como si respondiera a una orden de un jefe que los hombres no escuchamos, como un clic cerebral privado.
La pesadilla, que parece cíclica, ha vuelto a la quietud del principio. Y ahora no entiendo nada. El tren vuelve a estar quieto y solo. Vuelve a resultar una momia de lata, ahora más valiente que nunca, pues ha resistido un ataque caníbal. Es una momia valiente. Una momia como Maurita cuando la vendaron por última vez el pecho y el brazo izquierdo.

Momia de lata.
Pecho de momia y brazo de momia. Momia mía.
Brazo de momia con una flor.
Brazo de momia florecido.

En las vías sigue sin aparecer nadie ni nada vivo. Se me ha ocurrido que si me acercara a oler el tren desprendería tal olor a muerte falsa que no habría ser vivo que se acercara a compadecerse, ni los gusanos ni las moscas de los descampados, ni siquiera los viejos que se escapan de las guarderías por las mañanas y buscan desgraciados que socorrer. Me desespera esta inacción. No sé qué tengo que esperar ahora.
Me entretengo leyendo lo anterior y acabo de descubrir que hay una poesía, al menos una estrofa, desparramada por el cuaderno y que he ido escribiendo, como escribe un sonámbulo, inconsciente, inspirado con la excitación del tren boca arriba y el único que recuerdo que esto me puede motivar: Maura. Maura la culpable.

Dentro de ti, amor mío, por tu carne,
¡Cuánto brazo de momia florecido!
¡qué silencio de trenes boca arriba!,
¡Cuánto brazo de momia florecido!
¡qué cielo sin salida, amor, qué cielo!


Maura la culpable se merece el apodo, porque fue ella la que me puso en alerta del peligro a través de una servilleta de papel. El peligro de la involución. A Maura no le gustaba dar las malas noticias por la boca. Decía que la boca era para otras cosas, que no hay que mancharla, que para eso ya están los papales tan manchados de letras repetidas. Esto último nunca lo entendí.
Tengo aquí la servilleta. Los pocos que han llegado a saber de su existencia insisten en la necesidad de que sea publicada, en que es un documento clave para apuntalar la riada desbordante de escritos acerca de lo que mi editor llama mi “new concept”, tan de moda entre esos jóvenes intelectuales que se maquillan la cara de blanco y acumulan grasa en el pelo para llamarse neogrunchs.
Pero la servilleta nunca ha llegado a salir de este despacho. Tendrían que haberme llovido menos aplausos para atreverme a eso. Sin embargo hoy es el principio. Lo dice ese tren de ahí fuera, que se hace el muerto para hacer rabiar al orden natural. Hoy, al menos, transcribo la conversación con todas sus tachas a este cuaderno gris, el cuaderno privado:

Mira a la vieja señora de la derecha. Fíjate. Pronto no será una señora, será una mona.
Qué burra eres.
No me regañes. No es un insulto, no es Es compasión. Y ALERTA. Te estoy avisando de algo muy serio. La involución está llegando.
Qué es eso?
La el descenso, la vuelta al mono lo que desde el principio la naturaleza ha querido que seamos. Tú fíjate a partir de ahora, estate atento a sus respuestas. la naturaleza un día se vengará de tantos vaciles tantas bromitas que le hacemos y responderá de alguna manera.
Ya estas con lo del segundo diluvio.
Noo coño eso lo dije borracha. No me hagas caso borracha. Esto es otra cosa. Esto es la VERDAD: hace millones de años evolucionamos, crecimos, creamos y nos contentamos con haber llegado a la cima del orden cosmico biológico. Pero era una BROMA. Un caprichito que nos daban para quitárnoslo tiempo después. Y AHORA ES ESE TIEMPO. Ahora iremos para abajo en picadooo, ahora involucionaremos, seremos incapaces de crear y de superarnos. Y volveremos a donde empezamos, por gilipollas.
Entonces mañana tendré pelo en la espalda???
No. Tu depilación láser no peligrará todavía amorcito. La involución empezará cuando venga una provocación verdadera. Atento!! Ese principio está al llegar y cuando la naturaleza responda, ya todo quedará como fatigado, será pesadísimo vivir, vendrá como un sosiego bíblico. Yo pago el ron.

Y lo pagó. Y me condené para siempre, como si a cambio del ron hubiera adquirido el compromiso eterno de desmantelar aquel enigma. Desde entonces sólo me ha interesado saber cuándo llegará aquel principio del fin, cuál será el momento preciso en que el hombre descenderá sin remedio a sus orígenes. Sólo quiero ser el primero en avistar aquella provocación que dijo Maura. Yo hasta ahora creía encontrarla en cada pequeño incidente de la ciudad, en cualquier cosa que desordenara mínimamente el orden natural. Todo caso sospechoso ha pasado por mis archivos, ha sido estudiado al detalle, contrastado con los anteriores, analizado por diferentes tablas estadísticas y un enorme proceso analítico que siempre ha quedado en nada. En espera. Porque pasados los días y los meses la involución no mostraba ni un solo síntoma en la ciudad. Las señoras no se vuelven monas tan fácilmente. Pero eso era porque después no llegaba “el sosiego bíblico” sino que la vida de los hombres continuaba por donde había venido, por las compraventas, por los chismes, por las esperanzas inmobiliarias y por las nuevas drogas de Chipre.
Sin embargo los trenes boca arriba han acabado con todo. Es evidente que la nada se irá irradiando desde estas vías de enfrente de mi casa hasta el resto de la Ciudad Dormitorio y de ahí hacia el Mundo (creo que el mundo también es dormitorio, pero no he estado) y la involución habrá empezado. A mí ya no me asusta, llevo años esperándola.

***


Foto: Rubén Martín

Monday, April 10, 2006


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Manual de ayuda para aspirantes a cosas

Caso 1.


Podrías haberme despertado de una siesta con dos rotuladores, púrpura y negro, coloreándome las fosas nasales a cuadros y puntos, cuadros negros y puntos púrpura. Hasta que tu geometría fuera mortalmente precisa y no me dejara huecos para respirar. Y estornudara tinta roja y sangre púrpura podrido. Yo no me hubiera enfadado. Podrías habérmelo pedido. Allí mismo te hubiera cambiado los ojos de color, rellenando de dentro a fuera y sin salirme. Pero todo púrpura. El negro no es para los ojos; el negro en los ojos es una injusticia que no te quiero regalar. Me gustan sólo púrpura aunque no sepa lo que es el púrpura. Yo me fiaría de tu nuevo púrpura como tú siempre te has fiado del púrpura de Liz Taylor aunque salga en los periódicos.
Yo te hubiera coloreado la vista a tu gusto. Y otro día, y si nos pusiéramos, tu gusto a tu vista, y tu tacto a tu oído, y tu oído a tu oído. Nunca me ha dado miedo manipular leyes sensoriales. Yo soy una manipulación de ese tipo.
O podrías haberme acorralado en la cocina con un cúter, pidiéndome que te cortara el pelo que aún no te ha nacido. Porque sé que te molesta el futuro: el pelo ulterior, el de debajo de la piel, el musgo agazapado entre el cráneo y el pellejo que planea ser un rizo grande o tres rizos pequeños.
Yo te hubiera rajado la cabeza a tientas, con el gustito de tirar de una brecha en el escai de los sillones hasta pelarlos. Te hubiera peinado el cráneo (oliéndolo) y hubiera podado al cero el futuro que tanto te pesa.
O, o podrías haberme prometido en el recreo un trocito de jamón para engañarme, y atarme la lengua con un sedal y su anzuelo y pedirme que te pescara la campanilla con un beso profundo, un beso de buzo. Yo no acierto a besar bien entre los labios. Sabes que beso mejor la explanadas: espaldas y pechos. Pero lo intentaría. No todas las bocas son el mismo lago. Yo he terminado aprendiéndome las profundidades de la tuya, tus socavones, tus pozos ocultos y tu fauna dental. Creo que hubiera sido fácil llegar al fondo y anclar el hierro en la campanilla para hacerla repicar (replicar) ne me quite pas y que gritaras un poquito de dolor.
Pero llegaste llorando plastilina azul. Te hincaste en el suelo sobre dos tiritas, dos balsas, dos alfombras sagradas. Y me rezaste: “Ave María”, intuyendo al momento que ave no podría ser nunca mi sobrenombre y que era preferible invocarme con otro título animal: “Pez María, necesito que me ayudes a mutar: quiero ser un oso. Un oso inmenso como el de tu cama. El oso más inmenso.”
Yo te dije que no con el pelo. Con histeria en el pelo. Toda la melena en mi cara, un huracán caoba te dijo que no. (Me han dicho que tengo el pelo caoba y no sé qué es eso). Pero tú sollozabas y decías porfavorpor favor porfa vor. Y tirabas de las medias bordadas de tu virgen María sin saber que eso es un sacrilegio. Pero las nuevas vírgenes ya no computamos sacrilegios de ese tipo: me dio igual que me zarandearas hasta hacerme daño o que dijeras putazorra mientras me llenabas de babas los zapatos.
No encadenado de no y de no, no, no, era lo único que te respondía. Cómo desesperan los monosílabos. Lo sé. No me lo digas. Te vía dar golpes a la tierra, clavarte piedrecitas en los nudillos y gritarme que fuera piadosa. Pero pedías un favor inmenso para una piedad tan limitada como la mía. No, no y no a un privilegio como ser el nuevo oso de mi cama. ¡Cambiar mi oso azul por tu piel pecosa! ¡Dejarte ser mi oso de dormir! Mis cervicales potentes siempre han sido una máquina para negarme a las barbaridades.
Y hubiera sido una negativa invencible, infinita como la de un péndulo, si no hubieras recurrido a la amenaza del hombre primitivo: la amenaza del fuego.
Quemarías mi oso si no te dejaba suplantar su papel. Entonces se me atascaron las cervicales y la firmeza. Las camas no pueden sobrevivir sin un oso, creo que se secan, se quedan desiertas e incómodas para siempre y no hay quien vuelva a dormir en ellas. Mi necesidad de osos fue tu estrategia para mutar y dejar de ser un hombre. Porque odiabas ser el hombre que eras y preferías ser una cosa. Me dijiste que a veces a las cosas se les quiere más que a ciertos hombres.
Sin duda. Cualquier peluche era menos despreciable que tú. Y como lo sabías, me obligaste a ayudarte en esa simbiosis tan peligrosa.
Tenías todo preparado. Pero es que todo era un cúter y una aguja con hilo grueso. Nada más. Subimos a mi habitación, me guiaste hasta la cama (en la mano me hacías caricias circulares) y dijiste: siéntate enfermera. Me dejaste esperando y cantabas una canción como de guerra. Al instante noté el peso de mi oso gigante sobre las rodillas. Aún sentado sobre mí, su barbilla de felpa quedaba a la altura de mi frente.
Mi oso era enorme para ser un objeto y tú eras minúsculo para ser un hombre.
Vuestra desproporción era una alianza.
Dijiste: abrázale y sujétalo fuerte. Apoyé la cabeza en el pecho sintético y oí el rugido del cúter apuñalando la tela por la espalda. Metiste la mano dentro para vaciarlo. El oso se desinfló y suspiré asesinocabrón muy bajito y con los dientes pegados. Apreté el cadáver contra mí y tú seguiste hurgando dentro. Le quitaste casi toda la espuma, hasta dejarlo en un trapo con extremidades que yo no quise soltar.
No volviste a sacar la mano fuera del oso. Repasaste con ella todo el reverso de la tela, hasta meter el brazo derecho entero en el antiguo brazo derecho del oso. Y me acariciaste el cuello y los pechos con él. Luego hiciste lo mismo con el brazo izquierdo. Y con ambos me diste el abrazo menos violento del que eras capaz.
Casi me estrangulas.
Al final me besaste a presión, con un beso nuevo que no era del tipo “labios más labios”. Un beso animal e incómodo: “labios más morro”. Un espanto imperdonable. Porque tu boca estaba ya dentro de la del oso. Y sabías a Mimosín y a pelusas. Pero tú creías estar más cerca de la perfección y dijiste: tu nuevo oso te sabe besar mejor, ya estoy naciendo.
Cuando habías conseguido meter las piernas en el muñeco te tumbaste en la cama y me llamaste a gritos. Debías estar boca abajo, la cara falsa sepultada en la almohada, o hablabas desde lejísimos, desde dentro de las cavernas interiores del colchón, amordazado con kilómetros de tela.
Sé que gritaste: Cóseme.
Yo entendí: Cógeme. Al intentarlo, lanzaste al aire una primera patada de furia que me rozó la nariz. La patada decía: error. Te insulté con los labios. Y a la segunda me metiste el talón en la boca.
Te odié tanto que hice lo posible por entenderte bien y seguir todas las instrucciones perfectamente. Por una vez te merecía mi eficacia.
Dijiste: Cóseme.
Yo no sé si entendí: Cóseme, Ciérrame o Mátame.
Las tres órdenes eran la misma.
Me clavaste la aguja enhebrada en el centro de la mano. Mano y no mariposa. ¡Mi mano no es una mariposa tropical! Yo quiero mi carne de mujer y no de bicha y menos de bicha que se caza. Eras tú el de la aspiración animal, el de la nueva espalda abierta con la antigua espalda huesuda asomando todavía. Te retorcías y me llamabas. Cerré la raja y cosí primero a puntadas grandes. Me pinché los dedos varias veces. Tu decías: enfermerita, te quiero. Y yo te odiaba más y cosía cada vez puntadas más pequeñas y furiosas. En el hilo apretado (apretadoapretadoapretado) iban mis insultos comprimidos y creo que también la frustración de estar matándote por una orden tuya. Qué difícil es hacer daño a los locos.
A trompicones de hilo y espuma, a pesar de querer parar porque parar era tu fin (fin es igual a final y a propósito), había terminado de encerrarte. Toda tu nueva espalda, tu espalda osuna, tenía en el medio una cordillera con forma de cicatriz. La última puntada la di siete veces en el mismo sitio (o setenta o setenta veces siete) hasta dejarte un mendrugo de hilo colgando en la rabadilla.
La repasé con el dedo y cuando llegué a la nuca (no sé si los animales tienen nuca) te dije: ya.
No contestaste, claro. Ya no sabías español ni la lengua pi. Ya no me podías decir ni Muchas gracias enfermerita ni Mupichaspi grapicipiaspi enpiferpimepiripitapi. Sólo podías estar sentado allí a mi lado mirando al frente. Los fonemas eran una antigua herencia, una antiquísima carga tan humana y apestosa como los humanos apestosos. Se debían quedar encerrados en la boca del estómago como todo lo no propio de osos que comiste por última vez: las patatas jamón jamón, las nubes de golosina (que quemadas que dan cáncer), la butifarra, la pasta de dientes de plátano, los canelones congelados y tus uñas y las mías.
Por tanto ya no dijiste nada. Y yo no tuve ningún reproche que dispararte.
Con los animales no se habla. Es de locos o de solteronas.
A los animales se les da de comer en una lata, y se les dice sit, y se les putea con un cigarro para que simulen fumar. A lo mejor tú todavía no habías olvidado del todo cómo se fuma tabaco negro, porque tú, minutos atrás, habías sido un fumador de concurso. Así que me encendí uno de tus cigarros y te lo llevé al morro, aunque sabía que estaba cerrado. No hicimos otra cosa durante unos minutos que esperar sentados en la cama a que se consumiera solo. Cuando la brasa quemó el filtro te desplomaste hacia delante y entendí que habías muerto de asfixia.
Guardé la colilla en mi cajita y llamé a la enfermera.